Cuando debemos escribir un texto académico, ya sea para aprobar un curso o para presentarlo a una publicación especializada, todo suele ir más o menos bien, dependiendo de la experiencia que tengamos al realizar este tipo de documentos. Sabemos que, en general, los textos cuentan con una introducción en la que presentamos el tema y el marco teórico; el análisis del tema, y las conclusiones. Si somos ordenados al transmitir las ideas y nos guiamos con un buen esquema; si hemos leído suficiente como para argumentar de manera adecuada y coherente, y si seguimos las reglas básicas de redacción, la escritura fluye y somos capaces de estructurar un buen texto. Sin embargo, muchas veces el gran problema que se nos atraviesa, especialmente porque requiere de bastante trabajo y atención, es el de ‘meter’ ese trabajo en el formato que nos solicitan los editores o los maestros. Con solo escuchar acerca del APA, el MLA, el Vancouver, el Chicago o cualquier otro que esté antecedido por las palabras ‘estilo’, ‘formato’, ‘sistema’ o ‘normas’, la tierra se abre bajo nuestros pies y la tarea de la escritura se vuelve pesada. Tal vez suene exagerado, pero quien no ha pasado por el suplicio del formato no ha escrito de verdad un texto académico.
Cuando se nos pide adaptar un texto a un determinado formato, se nos solicita poner mucha atención en lo relacionado con las citas textuales, con las referencias bibliográficas, con el formato del texto (tipo y tamaño de letra, interlineado, márgenes, etc.), con el orden en el que se presentan los elementos, con la ubicación y la identificación del material paratextual, en fin, con numerosos detalles que, a primera vista, nos parecen engorrosos y una pérdida de tiempo. Suponemos que con ‘volcar’ nuestra genialidad y nuestros conocimientos en el texto, ya tenemos listo un documento digno de lectura y de publicación. En realidad no es así. Si bien adecuar un texto a determinado formato es pesado (nadie lo niega), es una manera de demostrar, como escritores expertos (o en camino de serlo), nuestro compromiso con el lector y la seriedad con la que nos tomamos el oficio de escribir.
Los formatos o estilos académicos no son una tortura que inventó alguien perverso y vengativo para complicar la vida de estudiantes y escritores, sino más bien son nuestros aliados para presentar un texto cohesionado y, sobre todo, honesto. Con ‘honesto’ me refiero a eso que conocemos como ‘honestidad académica’, es decir, aquello que se relaciona con atribuir las ideas a los autores de los textos y no cometer plagio, que suele ser la principal consecuencia de no adecuar un texto a un formato. Cuando citamos adecuadamente, dentro de determinado formato y de manera uniforme, damos cuenta claramente de cuáles son nuestras ideas y cuáles son las ideas de los otros, y somos capaces de presentar a nuestro lector un diálogo entre autores bien argumentado. Además, cuando utilizamos adecuadamente un formato, el texto se ve más limpio, más ordenado, más ‘serio’; nos permite entrar en la comunidad académica con un buen pie, y que otros incluso nos citen. Aunque los formatos académicos a veces nos hagan sufrir con sus comas, comillas, puntos y paréntesis, debemos verlos como nuestros aliados. Tal vez nunca los dominemos y tengamos que recurrir a manuales todo el tiempo, pero al menos aprenderemos de su utilidad.